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Democratizar y Politizar
Compartimos el post del Blog Todo sobre la Corte, que nos introduce en el debate sobre la democratizacion del Poder Judicial, el autor del post, Cornejo, nos ofrece algunos criterios y alternativas sobre el tema.
Democratizar y politizar
Avanza el proceso contra los jueces que fallaron en el caso Marita Verón, suceso que generó, en su momento, un pedido de la Presidenta para “democratizar la justicia”. Hoy lo repitió. En su momento, Gargarella señaló los riesgos que implicaba ese movimiento presidencial. El domingo pasado, Mario Wainfeld retomó el tema y planteó una serie de puntos para la reflexión. Dio así pie a una conversación que juzgamos muy necesaria para la vida de nuestra democracia y para la cual es necesario comenzar con un ánimo reflexivo y reposado. No se trata aquí de cambiar uno o dos nombres e introducir una o dos instituciones “mágicas” sino de modificar organizaciones defectuosas, renovar culturas anquilosadas, generar nuevos y eficientes recursos humanos, mejorar la infraestructura material. Todas estas transformaciones requieren, primero, tener un norte definido. Y ello se concreta en un cabal entendimiento de lo que significa democratizar.
La democracia como término emotivo
Democratizar es una palabra cargada de significación, que lleva sobre sus espaldas los anhelos políticos de la humanidad moderna y contemporánea. Los sistemas políticos conocieron la democracia liberal a fines del siglo XVIII y, desde ese momento, han luchado para adecuar su forma de gobierno a las aspiraciones que implicaba que la legitimación del poder proviniera del pueblo. En ese sentido, la palabra encarna, al mismo tiempo, esa aspiración y también una descripción del sistema existente. Como este nunca llega al ideal, hay que hacer constantes esfuerzos para democratizar la democracia, ello es, para acercar lo existente a lo deseado. Es aquí donde la cuestión se complica y surgen las preguntas sobre el posible carácter utópico de nuestros marcos cognitivos. Pensemos, por ejemplo, en los escritos teóricos de Rousseau proponiendo una voluntad general con participación ciudadana directa y plena (El Contrato Social) y sus posteriores modulaciones -v.gr: aceptar la representación política- cuando tuvo que resolver problemas prácticos para los reinos de Polonia y de Córcega.
En el siglo XIX y mitad del XX este proceso de hacer más democrática la democracia pasó mayormente por incorporar a toda la población al sistema. Así, la universalización del sufragio (primero a todos los varones, después a las mujeres) fue sinónimo de democratización. Este significado ligado a lo eleccionario perduró durante las transiciones a la democracia de las décadas de los 80s y 90s, en la que la democracia se emparentaba con la posibilidad de elegir libremente a los mandatarios y que estos roten en sus puestos. Este logro es el que celebramos muchas veces al momento de los aniversarios redondos, congratulándonos de la repetición y continuidad de este mecanismo eleccionario. Sin embargo, esta democratización cuantitativa (más gente votando, más continuidad en las votaciones) debe ser completada con una democratización cualitativa, que se traduce en una mejor calidad de las instituciones democráticas y, por lo tanto, en una mejora de la calidad de ciudadanos de los votantes del sistema. Quizás los términos cuantitativo y cualitativo no sean los más adecuados, ya que que existan elecciones libres es un cambio verdaderamente cualitativo, pero -pese a sus defectos conceptuales- creemos que ayuda a vislumbrar una dinámica que tiende a expandir los límites (la cuantitativa) y otra que tiende a profundizar los modos de acción, la cultura (la cualitativa).
¿Por qué creemos que son importantes estas distinciones? Lo son porque clamar por la “democratización de la justicia” puede significar cosas muy distintas, según se inscriba en uno u otro marco cognitivo. La democratización cuantitativa tendería así a llevar a nuevos terrenos su matriz eleccionaria, imponiendo su lógica donde esta no prima todavía. Democratizar la justicia, en este sentido, tendería a someterla a las leyes del número en las que se basa la actividad política, por ejemplo, aplicando el criterio de representación mayoritaria a la organización judicial. Elección directa de los jueces y juicio por jurados son dos iniciativas que -más allá de su legitimidad y eficacia- deben ser entendidas en ese sentido. La democratización cualitativa morigera en parte la voluntad expansiva del número, redefiniendo el sentido de su movimiento. Democratizar el sistema democrático requiere de cambios que haga que los poderes públicos respondan más y mejor a sus mandatarios (el pueblo), pero a través de mecanismos más complejos que los meramente cuantitativos.
El elitismo judicial
Las distinciones que antes realizamos tienen tantos agujeros como el queso más deseado de la picada, pero al igual que este esperamos que tenga buen sabor y resulte apetitoso. O sea, pedimos indulgencia con las categorizaciones, les quitamos cualquier pretensión científica y las dejamos en el lugar de licencias poéticas, esperando que ilustren el punto que queremos marcar. Wainfeld señala uno de los puntos más flacos de la organización judicial: su corporativismo. Dice así que es el poder más aristocrático de la democracia:
“Hablamos del único poder del Estado cuyos integrantes son, en principio, vitalicios y no surgen del voto popular. A los jueces se los moteja de “Su Señoría”, un vocablo nobiliario (dos siglos después de la Asamblea del Año XIII) chocante a cualquier criterio republicano. Son, lejos, el poder del Estado más aristocrático. Para colmo, se agrega la autoexención del pago de Impuesto a las Ganancias, surgida de una capciosa interpretación del principio constitucional de intangibilidad de sus salarios. El elitismo deriva de la propia conformación de la magistratura: sólo la componen abogados.”
Ahora, ¿está bien o no que los jueces sean una élite? ¿Por qué están organizados así? La respuesta está en que la democracia constitucional responde a principios más complejos que la legitimación democrática directa y que por ello construye instituciones que obedecen a principios que una visión simplista calificaría como incompatibles con ella. Los jueces son aristocrátas, pero también lo son los representantes políticos -guiados por el principio de distinción, como señala Bernard Manin- o los profesores universitarios. Como señala Bruno Latour, la democracia requiere de mediaciones y ello lleva a la separación de estamentos. La cuestión no es tanto entonces, si responden o no al principio mayoritario (criterio cuantitativo extremo) sino si su carácter aristocrático redunda en beneficio del mandatario del sistema: el pueblo. El elitismo judicial tiene una raíz democrática acorde con las funciones específicas que cumplen al servicio del ciudadano, para las cuales requieren talentos, formación y garantías especiales. El problema, como bien señala Wainfeld, es que no se pierda el norte de por qué esos “privilegios” fueron otorgados. Que haya elementos aristocráticos en el sistema democrático obedece a la complejidad de su estructura y no es malo per se, aunque sea fácilmente atacable desde lo emotivo. La democratización no debería tender a minar esta organización, sino a hacerla responsable (accountable) frente a los ciudadanos.
El Consejo de la Magistratura: núcleo del problema
Wainfeld señala en su nota una serie de cuestiones, que hemos ido tratando en distintos momentos en el blog (modos de comunicación, cultura judicial, etc.) y que ameritarían, cada uno de ellos, un tratamiento específico. Elegimos quedarnos, sin embargo, con uno que elige no tratar (como bien dice, no se puede decir todo en una sola nota, y eso vale para nosotros también): el Consejo de la Magistratura. A nuestro entender su historia explica porque hoy día estamos hablando de la democratización judicial. Expliquémosnos: en 1994, al discutirse la Reforma Constitucional, Enrique Paixao (el miembro informante por el radicalismo en la Convención) hizo un diagnóstico del Poder Judicial en el que, palabras más o menos, se mencionaban gran parte de los puntos que recupera Wainfeld. Para los convencionales, el Consejo de la Magistratura (también para el actual juez Zaffaroni, que ese mismo año sacaba su libro Sistemas Judiciales) era un instrumento de democratización y de perforación del corporativismo judicial. Abrir los concursos y tornar la designación competitiva, facilitar la remoción de los jueces, controlarlos disciplinariamente, profesionalizar la administración, etc., eran procesos que deberían haber salido a la luz y ser decididos por personas con responsabilidad directa ante la ciudadanía (representantes) y los estratos profesionales (abogados, jueces, académicos). De ese modo, no se les recortaban garantías a los jueces pero se ideaban mecanismos que tendieran a sacarlos a la luz y hacerlos accountables frente a la ciudadanía.
El actual estado calamitoso del Consejo de la Magistratura obedece a un movimiento de pinzas, ejecutado magistralmente por las ramas políticas y judicial. Los primeros, porque salvo honrosísimas excepciones (recuerdo, por ejemplo, el gran trabajo de la diputada Marcela Rodríguez, del ARI), no vieron a la institución como un terreno de generación de políticas públicas para el Poder Judicial sino como un terreno para el arreglo político y la negociación. Ello es, una traslación de la lógica política carnívora y cortoplacista al seno de la organización judicial. Este proceso tuvo su punto culminante con la reforma del 2006, donde se le dio mayor preponderancia a las fuerzas políticas oficialistas y se produjo una suerte de entendimiento con la Corte Suprema respecto de las funciones que el Consejo no ejercería, principalmente las relacionadas con el Gobierno del Poder Judicial. De este modo, se encontraban las dos pinzas antes mencionadas. En efecto, la otra gran responsable del fracaso del Consejo de la Magistratura -opción democratizadora de la reforma de 1994- fue la Corte Suprema (toda, tanto la menemista como la actual) que en una lectura francamente sesgada e interesada de la Constitución, minó las bases de actuación del organismo en un claro de caso de incumplimiento de normas constitucionales expresas. En su reemplazo, como bien lo ejemplifica la actual Corte, optó por un modelo centralizado con el aval general del estrato judicial: el ejercicio del Gobierno por la propia Corte Suprema.
Para seguir conversando
Muchas son las aristas que tiene el tema de la democratización y complejas son las formas de solucionarlo. La política pública de largo plazo -el Consejo de la Magistratura- ha fracasado. El diálogo está siendo planteado en la esfera pública en términos más rupturistas que profundos. Creemos que ello es un error que podemos lamentar. Vemos con pesar muchas de las cosas que señala Wainfeld, pero reconocemos que cambiarlas requiere de mucha voluntad política sostenida y de estrategias institucionales sofisticadas. Un cambio en otras condiciones se parecería más a la toma de un poder por otro que a una verdadera democratización.
El link al post es
http://todosobrelacorte.com/2013/02/05/democratizar-y-politizar/